viernes, 23 de junio de 2017

Lo perdido.

Hay distintas formas de aproximarse a la vida. Yo vivo con la certeza de que las oportunidades son únicas y hay que aprovecharlas, con la certeza de que cada decisión es una bifurcación sin vuelta atrás. Vivo sin arrepentimiento sobre estas decisiones u oportunidades perdidas, porque soy fiel a la persona que fui cuando las valoré. Aunque haya estado equivocada, di lo mejor; lo mejor de mí en ese momento.
Sin embargo, me lamento de algunas pérdidas, porque también se aprende de eso. Sin arrepentirme, porque lo que se pierde, también queda y, a veces, el recuerdo es suficiente. Es una forma de conformarse también, porque no podemos exagerar respecto a la importancia de algunas personas, hechos, objetos.
Perdí recientemente un libro. En realidad fue hace meses, pero recientemente tuve consciencia de que lo perdí y no regresará. Esta consciencia primero abruma; en la desesperación pensé que podía recuperarlo o una parte de él. Pero mi memoria falla, con la certeza de que todo está disponible en algún lugar -maldita internet-, por lo que no recuerdo título ni autor. No es un libro famoso, no es un autor relevante; se pierde en los millones de resultados de un buscador -insatisfactorio- de internet. Con un criterio insulso por lo demás, porque la memoria falla.
Esto es como los vicios, luego viene aceptarlo. Aceptar que lo perdido no regresará y que hay que seguir, pero no lamentarse. Entonces decido vivir con lo perdido, con su recuerdo, con lo bueno de su recuerdo, porque esa es la magia de la memoria: le da énfasis a lo bueno. Incluso, si no lo hubiera perdido, hasta sería menos bueno, menos importante. No escribiría estas letras para hablar de lo perdido. Si no lo hubiera perdido, tal vez no me atrevería a decir: es el mejor libro que leí. Porque ya perdido, ¿cómo verificarlo? Pero su recuerdo me dice que fue el mejor libro que leí y me quedo con eso. ¿Por qué dudarlo?