miércoles, 20 de septiembre de 2017

Sobrevalorando los días soleados.

Desde que me vine muy al sur, el sol ha cobrado importancia. Nunca antes. El calor, siempre lo he dicho, me achicharra las neuronas, me quita movimiento, sensación, libertad. El sol es mi antagonista mayor, mi archienemigo más odiado. Pero ahora, que casi no existe, se vuelve muy importante. Como si los días soleados fueran algo adorable. Siguen sin serlo, pero destacan.
No quiero confundir a nadie, ni confundirme: el sol acá no es igual que en todos lados, el calor acá no es igual que en todos lados. Existe, porque sin sol, sin calor, nos congelaríamos, en ocho minutos (alguna vez supe de eso), sin embargo, no es ni por asomo el sol que he sentido en otras regiones. He sentido que quema y, también, he sentido más que en otros lados, que enfría el ambiente. Un día de sol sin calor es común muy al sur, donde vivo.
Pero, entonces, ¿cuál es la importancia de los días soleados? Para mí, he notado, es lo siguiente: el apuro, la urgencia de utilizarlo como un recurso limitado. Como si un día soleado, fuera el último. En realidad, para los que vivimos muy al sur, siento, está esa urgencia. Es verdad, tenemos capacidades que otros lugares no, desde la tierra, que rápidamente absorbe el agua cuando llueve, hasta el poder de no paralizarnos por el frío. Nos adaptamos. Pero un día soleado, ¡un día soleado!, ¿entre cien?, ¿entre doscientos? Genera una expectativa, genera la urgencia.
Pero, como no me gusta depender del destino, lucho contra eso. La urgencia de aprovechar un día soleado, la freno. Porque hay desilusión también y, en eso, desmotivación. Decido que un día soleado es como cualquiera, que no tengo que apresurarme, que nada me obliga a salir. Decido aplicar la rebeldía de vivir en el sur: nuestra rutina no la detiene el frío, la lluvia, ni el sol.